sábado, enero 21, 2006

La industria de siempre acabar. Miradas sobre la pornografía cinematográfica.

A fines de los ’80, el crítico de cine Román Gubern causó revuelo con un ensayo en el que estudiaba la pornografía como un género más del séptimo arte. Despreciada por el buen gusto (público) burgués, decía, la pornografía es esa industria en perpetuo crecimiento cuyos orígenes se remontan al placer ancestral de observar escenas de sexo ajenas, y cuyo éxito se cifra en gustos y costumbres más o menos ocultos. Ahora, actualizado, el texto se reedita. Lo que sigue es un adelanto exclusivo, y una pequeña polémica.


Todo para ellos
Por Roman Gubern

El gusto por ver copular a los otros o por verlos agonizar ya alentaba a las multitudes desveladas en las noches de Oriente y a las otras, que ocupaban sus sitios en el Coliseo romano. No hay registro, en ningún lugar del mundo, de que esta inclinación se haya aplacado con los años. Y a pesar del escozor que pueda sentir como antiguo reflejo la tercera persona (es decir aquel que sorprende al que está mirando), la práctica de consumir estas imágenes tanto a través de la pornografía como desde los servicios de noticias que ofrecen la muerte en directo goza de un prestigio creciente o, incluso, de una distraída naturalidad. En todo caso, la sofisticación de los medios audiovisuales ha contribuido a que el placer pueda ser encendido hasta el cansancio y en preciosa soledad. Atento a esta larga data –la representación del falo en erección y de las prácticas sexuales existían ya en la Roma pagana–, el español crítico de cine Roman Gubern ha construido un libro donde se ocupa con la seriedad y la proliferación de datos que merecen los géneros estética y moralmente aceptados, de estos otros, los relegados que mueven montañas, y sobre todo grandes fortunas.

La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas fue editado por primera vez en España en 1989 y se agotó enseguida. Hablaba especialmente de sexo y de morir. Y lo hacía no desde una perspectiva ética, ni siquiera decididamente sociológica, sino con los recursos del historiador y crítico de cine que recuerda títulos, censuras, cambios de rumbo, repeticiones y parentescos. El libro reconstruye la genealogía y a su vez la evolución de las imágenes periféricas al buen gusto burgués y que difícilmente tengan su capítulo en ninguna historia del arte. Representaciones que, a su vez, imponen su lenguaje a la vida cotidiana e intercambian sus recursos y prácticas con el cine comercial y la televisión, zonas oscuras que dan cuenta con gran efectividad de los hábitos y costumbres de la gente. Gubern plantea un recorrido que va desde el desenmascaramiento del inicio del porno hard con Garganta Profunda, Tras la puerta verde y The Devil in Miss Jones hasta aquellas películas donde el espectador se enfrenta al horror supremo de ver a alguien muriendo con violencia, clandestinamente y, sobre todo, para él. El último capítulo, dedicado al snuff movie, género bastante desconocido en aquel entonces, despertó la curiosidad de muchos lectores, entre ellos la del joven director de cine Alejandro Amenábar, quien inspirado en esta información filmó en 1996 su ópera prima, Tesis, donde una estudiante curiosa –Ana Torrent– va en busca de escenas de violencia y se encuentra con las llaves del género.

En cinco artículos, Gubern repasa los títulos de las películas y otros documentos que fueron marcando la evolución de la pornografía, las imágenes cristianas, la rudeza proletaria, la estética nazi y los registros de la crueldad. Desde el mirón de las tímidas imágenes de la década del ‘50, en las que Un verano con Mónica de Bergman resultó redistribuida en Estados Unidos en el circuito del cine erótico, hasta la noticia en la década del ’80 de que “la última moda norteamericana en video es el alquiler o compra de películas que registran muertes reales, muestran por ejemplo, ejecuciones tribales en países del tercer mundo, el suicidio de un hombre que se lanza sobre un edificio, etcétera.” Este trabajo, pionero en muchos aspectos y, sobre todo, iniciático catálogo de títulos y bibliografía sobre el tema, acaba de ser reeditado en España por Anagrama en una versión actualizada que en pocos días llegará a las librerías de la Argentina.

Para los seguidores de este autor, se trata de un texto que puede ser leído como la antesala de El eros electrónico (publicado en el 2000) y de Patologías de la imagen (2004). En el fragmento que sigue, un adelanto exclusivo para Las/12, Gubern analiza ciertos recursos que hacen del estándar pornográfico un lenguaje codificado para el gusto masculino, donde tanto el falo siempre erecto como la joven que goza siempre se repiten, motores de la industria de siempre acabar.

Que la industria de la pornografía se encuentra cada día más próspera no es novedad, pero sí paradoja, si se tiene presente el tenaz retroceso del pudor. La pornografía, que tiene como principal y casi único mandato conseguir la excitación de sus espectadores, tiene como otra parte de su definición la habilidad de imponerse por sobre toda vergüenza, meterse donde no tendría que haber nada y mostrarlo desde un ángulo que nadie ha podido jamás ver. Un género que muestra lo que no ha sucedido, una reproducción depurada de las fantasías, pero que a su vez se ajusta al manual fisiológico de poses, eyaculaciones y placeres. A medida que tabúes e impudicias dejan de serlo y toman las calles con ombligos al ire, se apropian de la moda con sus ropas ceñidas y los cuerpos ad hoc, lo que antes era pornográfico se convierte en materia de cualquier programa de televisión. Ha quedado absolutamene anacrónica aquella excusa victoriana que esgrimían las actrices a la hora del desnudo o la escena de sexo, "lo hago porque la obra lo justifica". Las películas de la década del 70 y también las del 80 que cita Gubern han quedado como piezas de museo, pioneras pero inocentes, en el transcurso de un género que no muere, que siempre se mantiene reconocible pero obligado a desplazarse para no quedar afuera de sí mismo. Este libro da pistas para reconocer, en los movimientos de su cintura, los secretos de su persistencia.

Los actores fornican ante la cámara para placer del público, como hemos dicho, pero sobre todo para disfrute del público masculino, que es el que frecuenta de modo abrumadoramente mayoritario las salas X. Ya dijimos que el cine pornográfico tuvo su cuna en los prostíbulos para excitar la libido masculina, y esta función apenas ha cambiado a finales de nuestro siglo. A pesar de que también existen algunas películas pornográficas pensadas y realizadas por mujeres –véase la elocuentemente titulada I Know What Girls Like, de Veronica Rocket–, lo cierto es que el cine porno está gobernado por un punto de vista predominantemente masculino, que exhibe con profusión fantasmas viriles característicos, incluso cuando pone en escena actuaciones lesbianas. Esta orientación, que las estadísticas de composición del público corroboran ampliamente, se manifiesta en todos los órdenes. Robert H. Rimmer, responsable del más completo catálogo publicado sobre este género, ha observado que los actores masculinos tienen una vida profesional más larga que las actrices, víctimas de la obsolescencia consumista, de modo que la edad laborable de las actrices va desde los veinte hasta los treinta años, y el caso de Georgina Spelvin, que debutó a los 37 años en El diablo en la señorita Jones, constituye una rareza verdaderamente excepcional.

También en el cine porno no sadomasoquista las violaciones son raras, ya que el género se basa en la permanente y entusiasta disponibilidad sexual de la mujer, lo que gratifica altamente la fantasía masculina. Las violaciones están reemplazadas en estos films por los ritos de iniciación o por tomas de conciencia sexual, que menudearon ya en los títulos clásicos y legendarios del género en su primera hora. Garganta profunda fue la historia de la iniciación de una mujer sexualmente frustrada al rito de la felación profunda, del mismo modo que Georgina Spelvin en El diablo en la señorita Jones escenificó la iniciación carnal de una solterona virgen en el infierno, mientras Tras la puerta verde elaboró una sofisticada liturgia iniciática para Marilyn Chambers, víctima de un rapto y, en The Resurrection of Eve, la misma actriz fue trabajosamente introducida por su pareja en los placeres de la sexualidad en grupo, mientras la inhibida Tracy Adams de Rears acepta, tras su negativa inicial, participar en un concurso de bragas mojadas y así llega a desinhibirse, primero en el rito homosexual y luego en el heterosexual. La iniciación, el itinerario o la revelación carnal reemplazan así con ventaja a la violación, que implica una no colaboración sexual de la mujer, actitud contraria a las reglas del género en su vertiente no sadomasoquista.

También ofrece matices machistas la relación característica de un hombre negro y una blanca, relación que incluso en el plano meramente argumental estuvo prohibida por el Código Hays, hasta que la permisividad espoleada por el embate comercial de la televisión hizo cancelar esta norma en 1956. Pero tal vez la figura que delata con más nitidez la perspectiva masculinista del género es la práctica no infrecuente de eyacular sobre el rostro de las actrices, en un acto que tiene como resultado iconográfico una suerte de singular condensación freudiana (cara/semen). El semen sobre el rostro femenino, que la mayor parte de las actrices confiesa detestar, además de verificar para el mirón la autenticidad de la eyaculación masculina, implica un mancillamiento simbólico del sujeto poseído por medio de una marca visible de posesión y de dominio. Viene a constituir una marca del macho sobre la parte más expresiva y emocional del cuerpo de la hembra dominada y poseída por él. No es raro que las actrices detesten esta figura y no sólo por el pringue sobre su epidermis facial. (...)

Catalogar al cine porno duro como documental fisiológico no constituye una exageración. El cine porno duro es, antes que nada, un documental fisiológico sobre la felación, el cunnilingus, la erección, el coito y la eyaculación. La eyaculación no es un acto de interpretación dramática sino un acto reflejo. Si la actuación de todo/a actor/actriz bascula entre la interpretación y la vivencia, entre la simulación y la autenticidad, en el actor masculino del género, y en las escenas sexuales, el segundo polo debe ser netamente predominante, pues una erección y una eyaculación son antes una vivencia que un acto de interpretación, al contrario de lo que puede ocurrir en la actividad sexual de las mujeres. Son, en realidad, una apariencia/vivencia indisoluble, en cuyo dipolo el primer término tiene la función de gratificar al espectador y el segundo, al actor.

El cine porno duro constituye, por tanto, una categoría peculiar de cinéma-vérité focalizado sobre las intimidades de la anatomía y la fisiología sexual, excluidas del cine tradicional.

Felación

La funcionalidad de la felación en el género deriva de otras razones más raramente observadas. Durante el coito, y por razones de encuadre y de angulación de la cámara, se produce cierta dificultad en exhibir simultáneamente el rostro (sede de la expresión de las emociones) y la actividad genital que produce aquellas emociones. La separación física entre ambos centros de interés obliga a posiciones forzadas para exhibirlos con plena nitidez y de esta dificultad deriva, precisamente, el habitual empleo de dos cámaras en los rodajes de estas escenas. En el curso de la felación, en cambio, el espectador puede ver a la vez en primer plano los genitales masculinos (sede de la sexualidad) en erección y el rostro de la mujer en primer plano (sede de la expresividad y de las emociones); puede ver simultáneamente y en primer plano el desafiante miembro erecto y un rostro bello que interactúa con aquel miembro. Se trata, también, de una nueva visión simbólica del viejo tema de La Bella y la Bestia, evocado más arriba, ya que la Bestia es un símbolo de la hipervirilidad. Desde el punto de vista iconográfico, nos hallamos ante la fórmula icónica más rentable en términos de economía erótica. Además de esta ventaja técnica, la felación activa los fantasmas de la devoración, del canibalismo erótico y de la falofagia. Y la ingestión (siquiera parcial) del semen halaga al varón, porque supone su aceptación íntegra eincondicional, homologable, desde el punto de vista femenino, al coito durante el período de la menstruación.

Si la felación constituye una figura erótica e iconográfica muy eficaz, el orgasmo constituye el espectáculo supremo, la culminación del rito. El orgasmo masculino debe tener su verificación empírica en la eyaculación vista, mientras que el orgasmo femenino se manifiesta con la expresión facial dislocada, entre el placer y el dolor, y con eventuales exclamaciones características que impiden, por supuesto, verificar la autenticidad del orgasmo femenino, sujeto a una relativamente fácil simulación, como es notorio. La eyaculación masculina filmada se denomina en la jerga americana come shot (y también, expresivamente, money shot), y según el manual profesional de Ziplow el guión de un largometraje no debe contener menos de diez eyaculaciones, aunque el autor admite que en el curso del rodaje pueden perderse algunas. La importancia de la eyaculación en la economía del género está perfectamente ilustrada por dos datos. El primero es la frecuente utilización del ralentí, y hasta de puntos de vista distintos, para prolongar deleitosamente y enfáticamente el instante supremo y fugitivo. Esta técnica tuvo su culminación estetizante al final de la escena del trapecio con cuatro hombres en Tras la puerta verde, con los planos solarizados y al ralentí que mostraban en tonalidades psicodélicas las eyaculaciones ante el rostro de perfil de Marilyn Chambers. El segundo dato lo ofrecen los videos comercializados en los sex-shops con antologías compactas de come shots, uno tras otro, extraídos de películas diversas. En este caso, el proceso de descontextualización del género llega a su grado paroxístico. Su equivalente en el cine policíaco sería un video antológico que mostrase un asesinato tras otro, sin enlaces ni justificación de cada crimen.

El rodaje de un come shot (en inglés to come significa eyacular y cum, que suena igual, significa popularmente esperma) es un momento crucial y muy delicado en el proceso de producción de un film. No podemos resistir la tentación de transcribir la gráfica descripción hecha por Ziplow, en su manual para los profesionales del género: “Cuando se ha impreso todo el material sexual requerido y todo está listo –escribe Ziplow–, pregunte a su actor cuánto tiempo necesita. En algunos casos puede apagar las luces y crear una situación más cómoda para la pareja. Puede ser un momento intenso en el plató. Todos están completamente callados y en un estado de alerta. Ambas cámaras aguardan la orden; el iluminador está a punto. Todo el mundo en la habitación interrumpe lo que estaba haciendo. Nadie habla; nadie se mueve; todos escuchan intensamente los apagados gemidos y suspiros de los actores y aguardan. Esperan dispararse a una señal del actor; el productor se pregunta si el chico conseguirá correrse. Y entonces se oye: ‘Estoy a punto’. Inmediatamente las luces se encienden y el zumbido de las cámaras corta el silencio. El director no necesita dar órdenes en esta situación; cada uno sabe lo que se espera de él. ‘Ahora’, dice el actor mientras se retira hacia una posición en la que su eyaculación pueda ser vista. Si estabas rodando un coito, esto significa eyacular sobre la espalda o el estómago de la chica. Mientras el actor eyacula, el director generalmente se lanza a dar instrucciones sobre qué hacer con la corrida. Lo que usualmente se oye es: ‘Ahora frótalo sobre ella’, o ‘Vuélvete y lámele’. A mi montador no le gusta que hable así (por el registro sonoro en directo), pero, ¿qué otra cosa puede decir una persona en esta situación? Ya es bastante malo tener que sacar el pene de la vagina para conseguir un plano de la eyaculación. Tienes que crear algún tipo de motivación para la corrida exterior. En la vida real se supone que no es así. De modo que el director tiene que lanzar sugerencias espontáneas para añadir un poco de realidad a una situación que de otro modo resultaría extraña”. A veces, no obstante, el actor no consigue eyacular. En estos casos, el productor tiene que recurrir a los consabidos insertos en primer plano extraídos del archivo, cuidando las afinidades físicas (color del vello, etcétera). O bien reemplazar el esperma que no llega por su simulacro con leche condensada o con dos claras de huevo, con un poco de leche y azúcar, aunque entonces tiene que eliminar el acto clave del derrame. En este caso, el documental fisiológico es traicionado por la intrusión del universo de los trucajes.