domingo, diciembre 18, 2005

Raymond Queneau

Tentativas
Por Juan Gelman

“El humor es una tentativa de limpiar de idioteces a los grandes sentimientos”, dijo. Raymond Queneau además la llevó a cabo en su escritura. Esa actitud ante la vida recuerda a nuestro Leopoldo Marechal: no podía atravesar velorios, ceremonias oficiales y otros duelos y solemnidades sin encontrarles el lado cómico. ¿O es una actitud ante la muerte desde otro lugar, como lo trágico? Kafka se reía al leer su propia obra.
En el París recién liberado del dominio alemán, Queneau se pasó todo enero de 1945 leyendo 33 libros, más de uno por día, sobre literatura, arte, matemáticas, viajes, física, botánica, y más. Tenía 42 años, ningún trabajo regular, y esa compulsión –creía– le atenuaba la neurosis. Había estudiado ciencias en la Sorbona y lo empujaba un apetito insaciable de conocimiento.

La lista de los libros que leyó hasta 1965 ocupa 200 páginas de su diario, pero le interesaba sobre todo lo que llamó “la erudición extraviada”, la caprichosa, la fugada de los sistemas, que introdujo sin cesar en sus novelas. Desde niño leía asiduamente el diccionario y conoció la tentación de hacerlo “pluma en mano”, aunque sabía que la acumulación promiscua de saberes difícilmente es signo de salud mental. A José Bianco le bastó una frase para retratar a un personaje de esa laya: “Leía demasiado la Enciclopedia Británica”.

Más que enciclopedista, Queneau se consideraba un metafísico fallido. Por sed de trascendencia, había de joven explorado teosofías y filosofías orientales, y aun estudiado tibetano. A los 24 años anotó en su diario: “Soy incapaz de eso. Digo, no de meditar, sino de abordar lo universal; y más: no me puedo despegar de lo individual, de lo particular. Ese es el punto muerto de mi vida mental, mejor dicho, el punto vivo, el aspecto trágico de mi vida intelectual”. Punto vivo, sí, porque convirtió lo que sentía como tragedia en una de las escrituras más notables de la literatura francesa.

Queneau contrabandeó sus viejos amores trascendentalistas en novelas, como Zazie dans le métro, que parecen al comienzo meras crónicas de historias triviales en ambientes familiares –cafés suburbanos, o un parque de diversiones, o un subte parisino– y terminan revelando, de manera absolutamente divertida, lo absurdo real. En los años ‘20 pasó por el surrealismo y a ese hecho se atribuye su humor negro y su pasión por los juegos de palabras. Más que por convicción, Queneau habrá sido surrealista por parentesco: era cuñado de André Breton, el patrón de la escuela, que lo expulsó por su irreductibilidad a cualquier molde poético o literario. En su novela Odile, Queneau retrata el mundo de las capillas surrealistas, traspuesto a un desopilante Círculo Comunista Democrático cargado de vegetarianos, comunistas espiritistas y esperantistas. El humor negro de Queneau desciende en todo caso del padre del surrealismo, Alfred Jarry.
Queneau admiraba la virtud de la modestia y luchaba por tenerla. Sus ficciones celebran a personajes recatados, discretos, como el jamás quejoso Pierrot de Pierrot mon ami o el cautivador simplote Valentín Bru de Le dimanche de la vie. Valentín tiene mucho de Raymond. Bru es incorporado a filas en 1939, cuando estalla la Segunda Guerra Mundial. Queneau también. Bru descubre entonces su vocación de santidad y se ofrece como voluntario para fajinas humillantes como la limpieza de letrinas; insiste además en ser transferido a la Línea Maginot –que los nazis arrasaron– con grave riesgo de su vida. Queneau asienta en su diario que pidió una y otra vez su traslado al frente desde el seguro cuartel del oeste de Francia donde estaba acantonado. Se pregunta el porqué de ese deseo y concluye que sólo pudo ser hijo de la vanidad: lo que parecía abnegación era puro narcisismo. Y acuña una frase genial que encierra toda una teología: Dios no existe porque es modesto.
Un rasgo extraordinario de Queneau fue la capacidad de transformar su pesimismo y su melancolía en una sistemática subversión de la lógica del lenguaje. La lengua de cada quien viene de afuera y le deja una herida abierta para siempre. Queneau se dedicó a explorarla y ensancharla. Sus retruécanos, litotes, torsiones de palabras, lo emparientan con Rabelais, quien escribía, por ejemplo, “franfreluchear” por fornicar. Queneau se consideraba un “hormosessual”. Rabelais inventaba libremente. Queneau reinventaba el lenguaje de la calle y acuñó otro más denso y sabroso que el escuchado en cualquier vereda de París. Este perfeccionador del discurso popular demostró que el habla es escritura. Roland Barthes pudo decir que en Queneau “por primera vez no es la escritura la que es literaria: sólo es una categoría: la Literatura es ironía y aquí el lenguaje constituye la experiencia profunda. O, mejor, la Literatura es llevada abiertamente a una problemática del lenguaje; en efecto, ya no puede ser otra cosa”. En efecto, nunca fue otra cosa.
El lenguaje de Queneau juega, hace reír y sonreír, pero sus palabras cambiadas muestran sobre todo escondrijos impensados de significados posibles. La palabra en él adquiere de pronto un fulgor en el que vacila su sentido original porque le abre otros caminos. Es una aventura ejemplar y profundamente humana. Que sí, Queneau.


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