domingo, diciembre 18, 2005

Houellebecq, el provocador


A los 47 años, Michel Houellebecq sigue conmocionando a la narrativa francesa. Irreverente, formal y obsceno a la vez, acaba de publicar otro best-séller instantáneo: "La posibilidad de una isla". Detrás de la trama de un hombre con ilusiones de inmortalidad y del destino de su clon varios siglos después, en esta novela subyacen sus temas de siempre: los antihéroes, las relaciones humanas y la frustración.
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Francia está deprimida. En las calles de París, diga lo que diga la película Amélie, no hay verduleros románticos y señoritas de ojos chispeantes: hay sobre todo borrachos, empleados estatales tentados por el suicidio y secretarias frígidas que apuran el paso, no sea que algún adolescente argelino la mate para comprarse un nuevo par de Nike. En el café de Flore no se debate el surrealismo o el compromiso existencial; se discute el modo más eficaz de evadir impuestos. Cada año dejan el país decenas de empresas y el desempleo no baja. En las últimas elecciones presidenciales el neofascista Frente Nacional salió segundo.

Francia está deprimida, pero al menos ahora tiene un héroe. Alguien que llama las cosas por su nombre, o por el nombre que la mayoría les da en secreto. Alguien que escribe: "Francia es un país siniestro y administrativo". Que expresa sentimientos más extendidos de lo que se cree cuando dice que "el islam es la religión más pelotuda" o que "todo puede pasar en la vida, y sobre todo nada". No será una imagen exaltante de sus compatriotas, pero en estos días es casi la única que llega, al menos en forma de ficción, al extranjero: traducido nadie sabe ya a cuántas lenguas, Michel Houellebecq vuelve ahora con el que es, según el juicio mayoritario de la crítica, su mejor libro: La posibilidad de una isla.

En un país que se precia de escéptico, Houellebecq es una leyenda. Muchos de quienes no lo leyeron nunca (más del 50% según una encuesta; ¿pero qué otro escritor vivo motivaría una encuesta así?) saben del chico nacido en la isla de la Reunión en 1956, abandonado por una madre negligente y criado por su abuela; oyeron hablar del internado donde sus compañeros le metían la cabeza en el inodoro, de su trabajo como programador informático y de su paso por varias clínicas psiquiátricas. Es difícil saber cuánto de esto pertenece al personaje que Houellebecq viene componiéndose, una especie de profeta vulgar, un "Zaratustra de clase media", como se define el protagonista de su nueva novela. Lo cierto es que desde sus primeros poemas Houellebecq encontró su tono: una mezcla de formalidad de carta oficial y obscenidad, de apocamiento y de sátira feroz. En Seguir vivo, suerte de consejos para poetas, define el programa que iba a seguir con notable fidelidad: "Exploren los temas que nadie quiere tocar. Hablen de la indiferencia, de la frustración, de la falta de amor. Sean abyectos y serán verdaderos". Su primera novela, Ampliación del campo de batalla, publicada en forma casi confidencial, se abrió camino hasta convertirse en éxito de ventas. Pero fue Las partículas elementales, en 1998, la que lo elevó (o lo degradó, según se prefiera) al rango de estrella.

Y estrella no es una forma de decir. Pocos llevaron tan lejos y con tanta soltura la idea de que un escritor "serio", ni más ni menos que un rockero o un actor de cine, es alguien que ofrece un espectáculo, aunque sea el espectáculo de la medianía. Hasta grabó un disco, Presencia humana (2000), que presentó en vivo. Yo lo vi en un festival: después de varios grupos con tatuajes y pelos coloreados, salió Houellebecq. El contraste hacía reír, por supuesto: con su aire de venir de la oficina y su panza de cuarentón, el tipo era propiamente la negación del carisma. Lo aplaudieron más que a nadie. Entonces me pareció entender la fuerza de Houellebecq. En una cultura llena de ideales intensos, sabe cómo se siente en realidad la mayoría, y lo muestra. Bajo los reflectores. El personaje de Houellebecq puede ser más o menos forjado, más o menos apuntalado por maniobras publicitarias, pero su representatividad es real.

Droopy y el sexo

Es común ver a Houellebecq como un obseso sexual. Y es verdad que escenas crudas no faltan en sus libros; pero, realmente, no más que en cualquier novela de aeropuerto. Si su idea del sexo choca es, más probablemente, porque no corresponde a sus funciones socialmente consagradas de aventura, bienestar personal o transgresión: es pura competencia y crueldad, comparado a menudo con la economía de mercado, aunque a veces puede ser un refugio. No excluye la ternura, pero sí el romanticismo. Un profesor frustrado logra "descargarse en la boca de su esposa". Una mujer pregunta: "¿Te masturbo ahora o en el taxi?" Consumado humorista, Houellebecq juega con su tono desganado, como si Droopy hablara de sexo: "A título personal, se masturbaba poco", anota con flema un personaje. "Sé que a las mujeres les disgusta este modo de hablar", suaviza ahora Houellebecq, que no olvida quiénes son las consumidoras mayoritarias de ficción en su país, "y lo siento, pero no puedo evitarlo". Sin embargo la crítica hasta ahora coincide: La posibilidad de una isla es "su novela mejor construida", "aterradora pero divertida", " testimonio del derrumbe de una civilización".

Nada anunciaba estos piropos hace un mes, cuando la editorial de Houellebecq orquestó una campaña de teasing que hizo de La posibilidad de una isla el libro más buscado del país. Sólo un selecto grupo había recibido pruebas de imprenta y no se privaba de cantar sus loas: Francois Nourissier, jurado del premio Goncourt, anunciaba desde ya su intención de votar por él. Entre los excluidos, Angelo Rinaldi, director de las páginas culturales del Figaro, juraba —sin convencer a nadie, hay que decirlo— haber encontrado un ejemplar abandonado en una plaza por algún lector asqueado. Tampoco es que haga falta mucho para despertar hostilidad hacia Houellebecq, ¿No es éste el tipo implacable que, a cambio de un adelanto sobre derechos de autor de casi dos millones de dólares, plantó a su editorial en favor del todopoderoso grupo Matra-Hachette? ¿El acusado de racismo, de misoginia, de insultos al islam? Curiosamente fue el diario comunista L''Humanité, poco sospechoso de simpatía hacia Houellebecq, uno de los primeros en matizar: sí, el marketing en torno a Houellebecq es abyecto, pero el libro vale la pena. Un aspecto, en general, sorprende: la presencia, junto al nihilismo habitual, de una visión tierna y dolorida de las relaciones amorosas.

Final de partida

Después de leer el libro —que saldrá en la Argentina hacia fin de año— tiendo a darle la razón a los críticos: La posibilidad de una isla es una novela inusual, y sus partes mejores son las más sentimentales. Dos planos temporales se alternan: en uno, que corresponde a nuestros días, Daniel, un cómico stand-up que ha hecho fortuna con un estilo escandaloso, relata el crepúsculo de su carrera; el otro es narrado unos dos mil años más tarde por Daniel24, clon del Daniel original y ejemplar de los neohumanos que ahora pueblan el planeta. Daniel24 procura entender las pasiones que agitaron a su ancestro. Este es un típico antihéroe houellebecquiano. "El conjunto de mi carrera", admite, en un guiño calculado para hacer pensar en el mismo Houellebecq, "se había fundado en la explotación comercial de los bajos instintos, en la atracción absurda de occidente por el cinismo y el mal".

Una pregunta ronda el libro: ¿cómo enfrentar, en una sociedad avanzada, el problema de la vejez y la muerte? Daniel disfruta de un matrimonio feliz con Isabelle, una periodista que comparte su idea sombría del presente: "Ya conocés la revista en la que trabajo. Lo que intentamos crear es una humanidad que viva toda su vida en una búsqueda desesperada de fun y de sexo: una generación de kids definitivos". Pero la edad y la rutina, como a cualquier pareja, terminan por sacarles las ganas de acostarse juntos; y "cuando la sexualidad se desvanece", anota Daniel, "es el cuerpo del otro lo que aparece, con su presencia vagamente hostil". De nuevo solo, Daniel vive una relación crepuscular con Esther, una chica española cuya sexualidad generosa le ofrece, por última vez, algunos ratos de felicidad total. Un día Esther le anuncia que se va a Estados Unidos. La fiesta de despedida, en la que Daniel, perdida ya toda ironía, la sigue de un lado a otro como un perro enfermo, es para mi gusto lo mejor del libro. Daniel sabe que no le queda nada; su último gesto consiste en entregar una muestra de sangre a los Elohim, una secta cuyo líder promete a los adeptos la vida eterna mediante la clonación. Así, su relato enlaza con el de Daniel24.

Este último aspecto de La posibilidad de una isla causa malestar. ¿Hay una apología de las sectas en el libro? Está claro que los "Elohim" son un trasunto de los raelianos, una secta real y considerada peligrosa en varios países. Como en la ficción, los seguidores de Claude Vorilhon, alias Rael, cifran sus esperanzas en la clonación. Hace un par de años llamaron la atención al anunciar que habían logrado clonar a un hombre; pocos vieron ahí otra cosa que un bluff publicitario, pero Houellebecq, que asistió a sus seminarios, sostiene que toda solución al "callejón sin salida espiritual de occidente" será, necesariamente, del género propuesto por los raelianos.

Una sucesión de clones

Me queda una duda técnica. No veo tan claro que dejar un clon (o una sucesión de clones) y ser inmortal sea lo mismo. Si mi yo se pierde ¿en qué me consuela que otro con mi código genético ande dando vueltas? Suponiendo que La posibilidad de una isla fuera un panfleto sectario, esto me haría dudar de su eficacia. Pero, sobre todo, antes de rasgarse las vestiduras puede estar bien atender a lo que cuenta la novela. Porque si bien el retrato de los Elohim rezuma simpatía, a largo plazo el resultado de su acción dista de ser perfecto. Genéticamente mejorados, los neohumanos viven una existencia parecida al nirvana: no comen ni excretan, no conocen emociones fuertes, viven dedicados a la especulación intelectual. Por los humanos sobrevivientes, que tras siglos de guerras y catástrofes naturales han vuelto al estado salvaje, sólo sienten compasión. Restos de humana insatisfacción, sin embargo, subsisten en ellos: así, Daniel25 (que ha reemplazado sin pena a Daniel24) recibe mensajes turbadores de Marie23, que le confía su intención de partir rumbo a una isla donde, se rumorea, disidentes neohumanos conviven con hombres de la antigua especie. Al fin, como el príncipe Siddartha salió de su palacio para conocer el dolor, Daniel25 decide abandonar su residencia fortificada. El final de la novela lo encuentra errando entre las ruinas, en busca de algo que la perfección de su existencia no supo darle. No sé si es lícito llamar a esto, como lo hizo Houellebecq, "una crítica del budismo". Me alcanza con leerlo como un final trágico: la vida, según demuestra el relato de Daniel, es atroz, pero puestos a elegir optamos por ella.

Hacia la inmortalidad

Y entretanto los artículos siguen apareciendo. Que si Houellebecq es el Balzac del nuevo siglo, que si es justo que una sola novela eclipse a las más de cuatrocientas que se publican este mes en Francia. No menos de cinco libros sobre Houellebecq se han publicado desde agosto. Hay para todos: brulotes, apologías y hasta una biografía no autorizada. "Lo que algunos no soportan", escribe el filósofo y periodista Bernard-Henri Lévy, "es no poder decir que este libro, el más exitoso de Houellebecq, sea el más flojo". El Goncourt parece ganado de antemano, aunque cabe preguntarse si a esta altura le aporta algo. ¿Disfrutará Houellebecq con este éxito que parece no tener límite o, a semejanza de su personaje, habrá llegado tan lejos sólo para conocer nuevas formas de desdicha? Provoca una impresión de irrealidad o de sutil humor, en estos días, leer en el sitio internet de Houellebecq declaraciones como ésta: "Hasta la muerte seguiré siendo un niño abandonado, aullando de miedo y de frío, hambriento de caricias". Puede ser; pero un niño al que la adulación y el aplauso están dando, por esta temporada al menos, un aire incongruente de inmortalidad.

GONZALO GARCES.